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Y la Soledad… lloró…


Fue en uno de los últimos compases del pregón… Sonaba Soledad de Madre, tocada de manera magistral, una vez más, por el maestro Jerónimo Sánchez Llamas, quien acariciaba al piano las notas del pentagrama que él mismo compusiera. La noche estaba en calma, el pregón discurría con brillantez en la iglesia de la Victoria y tras las primeras notas de la partitura, el pregonero dijo, con voz rota, el comienzo de este romance…

“Quién no se ha sentido solo

en su vida algún instante…

Quién puede decir de veras

que no ha visto derrumbarse

los cimientos de su vida

como un castillo de naipes…”

Y comenzó a llover… de manera atronadora. Y así se mantuvo, durante todo el romance, justo hasta que el pregonero, tras glosar la soledad de quien mira a la Soledad, afirmó rotundo que no desesperes en tu vida cuando creas estar solo, que para eso, Dios dejó en la Porvera… la Soledad de una Madre. Y de nuevo, la luna… Y de nuevo, el silencio, solo roto por el  aplauso  más atronador de la noche. Y de nuevo, las calles mojadas, y el olor inconfundible de la Porvera cuando la lluvia azota las jacarandas… Y de nuevo la incredulidad de quienes tuvimos la suerte de comprobar, una vez más, que la Soledad estuvo ahí con nosotros, casi sin darnos cuenta. Y de nuevo… el llanto desconsolado de la Soledad, en forma de lluvia, sobre la ciudad a la que ampara. Y de nuevo… la Soledad.

Todo eso ocurrió, pero no fue solo eso lo que ocurrió. Se llenó la Victoria, se quedó pequeña, para recibir a uno de los cofrades más queridos y admirados de la centenaria corporación del Viernes Santo. Ángel Rodríguez Aguilocho era el hombre encargado de cantar y contar las virtudes de una cofradía que nació mirando a las manos de la Soledad, y que nunca morirá mientras siga haciéndolo. Por eso, afirmó rotundo el pregonero que “la ciudad nunca tuvo, en cuatro siglos y medio, mejor remedio que tus manos, Soledad”, y ahí comenzó un pregón que duró 75 minutos, apenas hora y cuarto, que se hizo corta, extremadamente corta, a todos los presentes.

Con el palio encendido de la Soledad presidiéndolo todo, y con una presentación amena y cercana de Javier Salas, todo hacía presagiar que estábamos ante uno de los hitos en la historia de la Soledad, y acertamos. El pregonero, brillante, defendía la prosa y el verso, personalísimo, en todas las fases del pregón, que fue recorriendo la historia de la advocación de la Soledad no sólo en nuestra ciudad, sino más lejos de nuestras fronteras. Así contó cómo en numerosas ciudades de España es habitual encontrarse con una dolorosa de manos juntas, que siempre suele llamarse Soledad, o cómo los monjes de la Victoria se levantaban, felices, mirando la cara de la Virgen, ya fuera la que hoy mora en el convento de las Mínimas, ya la que hoy enamora a todo el que la mira con devoción.

Andaba María del Carmen Grilo sentada en el primer banco, escuchando con atención el pregón. Y no podía ser casualidad que así fuera. Los que conocen la Soledad de vuelta, cuando conquista la Porvera, conocen a una mujer que se planta, frente a frente a la Soledad, a contarle sus cosas en forma de saeta. Y así fue, una vez más que Grilo se colocó frente a su Madre, y tras retarla a golpe de quejíos, se entregaba, dolorosa, rendida, a los plantas de la Soledad, con una saeta antológica que finalizó con sentencia - “Sólo te pido que me quieras, como a ti te quiero yo…”- que se quedó grabada a fuego en el corazón de los presentes… Una nueva manera de rezarle a la Reina de la Victoria.

Era el pregón un canto a María, es evidente, por haber bendecido el corazón de la gente de la Soledad durante casi medio milenio, pero tuvo momentos vibrantes recordando la genialidad de Ortega Brú cuando dijo que el Descendimiento sería su mejor obra. Eso, dicho en los labios de quien tallara antes obras maestras para Sevilla, sirvió al pregonero para glosar la llegada de la bendita imagen a Jerez, y del esfuerzo que hizo la hermandad para adquirir unas andas acorde con semejante monumento andante, que remató con unos versos dedicados a los costaleros del Descendimiento largamente aplaudido por el público presente.

Un público que, sin darse cuenta, agotaba los últimos versos del pregón cuando Rodríguez Aguilocho hablaba sobre los que ya no están junto al manto de la Virgen, con tres décimas abrochadas con un final elegantísimo – “… no hace falta que os contemos / cuánto os echamos de menos / la noche del Viernes Santo”-, así como cuando, de manera brillante, hizo reír a los cofrades de la Soledad recordando anécdotas ocurridas bajo la atalaya de la Victoria, un cruce de caminos que siempre dio mucho que hablar.

Y al final, de nuevo Ella. De nuevo la Soledad, pero con un giro inesperado -“Y esta es tu gente, Señora…”-, que enfrentó de nuevo a los hermanos de la Soledad con la que es el amor de sus vidas. Un canto orgulloso, medalla agarrada al pecho, con el que poder gritar, como hizo el pregonero en alto, yo soy de la Soledad, con un romance final en el que todos pudieron sentirse reflejados, puesto que el pregonero nombró todas las maneras posibles de estar enamorado de la Soledad, y que remató con un “bendice siempre a tu gente… bendice siempre a tu gente… Soledad de la Porvera”.

Pues sí, pregonero… Que nos bendiga… Y que te bendiga a ti cuando la Concha, y Villamarta, acojan tus versos. Que te bendiga, siempre, tu Soledad.

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